Frente a ellos, en la terraza acogedora de un restaurante, los turistas devoran con frenesí pescado recién cocinado y se empachan de sangría helada. Un hombre, con cara de jabalí amenazante, los mira con desprecio, toma la servilleta, limpia de su barbilla la grasa que le escurre, llama al camarero y le dice algo.
El servil empleado se acerca a Pablo José y a su primo y los invita a marcharse. Lo cierto es que están en la calle y no tienen obligación de obedecer, pero sumisos y cabizbajos se retiran a otro sitio donde continuar su trabajo. Parece que hoy no es su día.
Víctor Manuel Jiménez Andrada
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