Las naranjas


El suelo del parque se cubría de oro. Las hojas de los árboles describían, en su caída irremediable, trayectorias indefinidas al capricho de la brisa. Cada mañana, el servicio de limpieza las retiraba, pero a las pocas horas un nuevo manto reemplazaba al anterior.

Isabel paseaba despacio de vuelta a casa. Sentía bajo los pies el crujido de la alfombra vegetal. En su cabeza aún resonaba el eco de las olas de un mar muy lejano y el sabor salado de los últimos besos. Aquellos días habían transcurrido perfectos y dulcemente monótonos, pero formaban parte del anaquel de cosas pasadas. Ahora la realidad se teñía del color gris plomizo de un cielo que amenazaba lluvia. Con las primeras gotas, Isabel aceleró el paso. No le gustaba llevar paraguas.

Llegó a casa empapada. Se quitó la gabardina y la dejó caer descuidadamente al suelo. En el cuarto de baño, se secó el cabello y se vistió con ropa limpia. Luego preparó un café bien cargado y se entretuvo en el conocido paisaje que le ofrecía la ventana de su habitación. Llovía con más intensidad. Pronto sintió que las espesas nubes llamaban con fuerza a la puerta. Querían inundarla de nuevo. Esta vez no dejó que las lágrimas brotaran. Se puso en pie y se dirigió a la cocina. Sobre la mesa descansaba un cesto lleno de naranjas. Tomó una en las manos y la acarició con ternura. En ese instante, un rayo de sol cortó el cielo.

Víctor Manuel Jiménez Andrada
Publicado en narrativabreve.com

ilustración: Naranjas sobre naranja. Ángel Barroso Crespo

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