No es más rico el que más tiene

¿Ha pensado usted que haría si llega a sus manos una gran cantidad de dinero? ¿Pagaría la hipoteca de golpe?¿Se compraría aquel coche que tanto le gusta?¿Se iría de viaje?¿Se trasladaría a vivir a la costa?¿Mandaría a la porra al insoportable de su jefe o a su cónyuge, llegado el caso?
Sabemos que el dinero no da la felicidad, o al menos esgrimimos esta frase cuando uno comprueba, no sin cierto fastidio, que al boleto de lotería, guardado con tanta ilusión a los pies de un San Pancracio de plástico made in China, no le ha correspondido ni un miserable reintegro. En esos momentos nos agarramos a la salud, como un consuelo o como una tabla de salvación ante la tristeza que nos provoca seguir en la misma situación económica. Estamos en un país donde se participa mucho en los juegos de azar, quizás porque albergamos la esperanza de que algún día nos llegará un golpe de suerte que nos cambiará la vida.
Los medios de comunicación se encargan de ponernos la miel en los labios cuando emiten programas en los que los ricos más ricos —y exhibicionistas, porque también hay ricos discretos— muestran sin pudor sus casas, sus coches, sus yates y sus zonas favoritas de compras, como sin darle importancia a nada. Ahí entra en juego una doble lectura. Mientras que los contemplamos con envidia y cierta indignación, no percibimos que de igual forma nos pueden mirar los habitantes de zonas menos favorecidas.
¿Cómo mirarán desde el África más pobre nuestra forma de vida?¿Verán derroche en lo que llamamos sociedad del bienestar?¿Se reirán, con cierta ironía, de la “grave crisis económica” en la que estamos sumergidos? Seguramente también nos observen con una mezcla de envida e indignación. No nos paramos a pensar que las mismas acciones que nos parecen frívolas en los más pudientes, las llevamos a cabo ante los ojos de quienes tal vez no tienen ni un trozo de pan que llevarse a la boca.
La humanidad, así dispuesta, forma una pirámide en la que se tiende a mirar al que está arriba. Una pirámide en la que es complicado señalar la cima, porque incluso el que se acomoda en la cúspide, tendrá algo que envidiar de la fortuna del prójimo. Lo queramos o no, hay muchas diferencias entre los habitantes de este pequeño planeta. Sin embargo, hay algo que nos iguala. Cuando uno palma, por mucha riqueza que haya atesorado, se va al otro barrio sin nada, en pelotas, tal y como vino al mundo y esto es una realidad que no admite discusión. A lo mejor es hora de darse cuenta de que no es más rico —ni más feliz— el que más tiene, y disfrutar del día a día.
  
Víctor M. Jiménez Andrada
Publicado en Cáceres en tu mano 7/5/2012

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